Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano, rodeado de otras tantas cuerdas de piano, que son las notas de esta pieza,
Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano, rodeado de otras tantas cuerdas de piano, que en rápida alternancia
son golpeadas por macillos, y producen ondas que vienen a vibrar a mí y
entre ellas y en la caja de resonancia, y en todo el aire a mi
alrededor, que fuese sólo esta música,
Como si mi garganta fuese la
cuerda de un piano, rodeado de otras tantas cuerdas de piano, hasta un
total de 88, espero el golpe de mi macillo, propio y distinto,
espero a mi voz, que diga algo, y escape y que, sin embargo, calla,
Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano, rodeado de otras tantas
cuerdas de piano, vibro en el silencio continuo de estas bachianas de
Villalobos, que unió los dos imposibles de catedrales y playas, de
Lepizig y Río.
Y la música a mí sólo me atrapa y me deja solo en
una vibración por simpatía de otras tantas gragantas como cuerdas de
piano,
Y mi garganta no dice nada, solo vibra en mi propio silencio,
lleno desde el atardecer de ayer, y ya continuamente en la noche pasada,
y en el amanecer de hoy, y tambien en el desayuno y en este momento
exacto en el que escribo para escapar de tanta belleza de la que no
quiero escapar.
Se llama Nora y es famosa en internet. Famosa por tocar teclas sin mucho sentido y por no dejar que nadie se acerque al piano mientras ella está cerca. Sus dueños, ignorantes, tocan con ella el Canon de Pachelbel para ver si se anima. Supongo que hay muchos videos como éste, pero al menos yo nunca había visto el puro placer animal de la música hasta que ví el video. No me interesan, por supuesto, las armonias ni los ritmos que hace el gato. No tienen ninguna intención de construir un discurso, y ni tan siquiera constituir un rito, puesto que es solitario. Es puro placer, el gato se roza con el teclado, se acaricia, ni siquiera sé si es por el sonido, pero si lo es, no desde luego desligado del placer de tocar, de acariciar. Observese como disfruta con la tecla que se escurre. Es alterado por la presencia de humanos y quizá quiera compartir su placer o quiza pida que no le interrumpan. Sherlock Holmes tocaba igualmente su violin, rascando durante horas una sola nota mientras su cabeza se concentraba en otros asuntos. ¿Estará resolviendo crímenes la gata? Scelsi estuvo apunto de ser internado en un manicomio por pasar horas tocando una sola nota intentando oír los armónicos. ¿Estará intentando oir los armónicos la gata? Que nadie haya hecho pruebas serias con este gato, en vez de quedarse en la monería y la ricura me parece imperdonable.
Luego Cortot
Los románticos creían que la música era la más sublime de entre las artes porque era la única que nos conduce sensorialmente y nos pone en un estado estético, sin mediar palabras, representaciones de la realidad, ni nada de nada, sólo sonidos, que rozan lo inefable. Pero sonidos ordenados bajo reglas bastante estrictas y complejas y aquello no había hecho más que empezar. La pieza que explica Cortot se titula El poeta habla, sin embargo y se encuentra al final del ciclo Escenas de niños, de Schumann.
Y es a través de las palabras del pianista profesor, como diques que encauzan el caudal, como más podemos disfrutar de la música. Esa masa que es solo belleza se ilumina con las palabras del profesor y nuestro placer aumenta en el entendimiento, nos dirige hacia algo, interior y exterior, a la relación entre los elementos de esa música . ¿Es Cortot un gato? Su cara por momentos me lo recuerda.
Ahora Aleixandre lo explica todo y yo me callo, para escucharlo.
Sucede en los días posteriores a una buena borrachera, como si fuera esta una tormenta, que sobreviene al espíritu una calma difícil de alcanzar en lo cotidiano. Será por el mero efecto sedante del tóxico, será por la liberación de pasiones inhibidas, será, será... el caso es que no encuentro días más propicios para la atención, sea ésta activa, sea para la creación; sea ésta contemplativa, sea para relacionarse y conversar.
Sucede en los días posteriores a una buena borrachera, como si fuera esta una contienda furiosa, que se levanta uno aún descompuesto, malherido, con el rostro maltrecho por la lucha contra la noche. Pero basta un café, una ducha, un algo de tiempo, y las más de las veces unas buenas evacuaciones fisiológicas, para que la calma se aparezca como por ensalmo, y la untuosidad no grasienta del día, su bálsamo dulce, nos invada como si fueramos olas.
En esos días he tocado el piano con delectación, pudiendo vencer las resistencias de mi propia cabezonería y ser uno con la pieza hasta trabajarla, moldearla, darle cuerpo.
En esos días, en el Mediterráneo, si la resaca es veraniega, un buen baño en la playa y un arroz, ayudan a templar el espíritu.
En esos días, la vida es como la prosa de un párrafo que se extiende y se extiende, no con la angustia de lo infinito, sino con su continuo discurrir como relato que tiene sentido.
En esos días he leído, con placer, y algo de disgusto, El malogrado, de Thomas Bernhard, cuyas figuras principales son el narrador, un amigo recientemente suicidado llamado Wertheimery Glenn Gould. Solo tres
puntos y aparte contiene la obra, los tres en la primera página, y ya doscientas y pico
páginas hasta el punto final, esperanzador, o al menos confortante,
después de sostener el discurso de la incomodidad durante toda la
novela. Por ejemplo:
(A partir, de aquí, aquel al que el ritmo de la música no le rompa el
de la lectura, puede seguir leyendo con esto. Yo lo dejaría para el
final, pero allá cada cual con sus celulas grises y su espíritu. Otra versión posterior de las variaciones está colgada aquí.
Para no repetirme y porque el libro de Bernhard habla de de estas y de
la obsesión de Gould con grabarlas una y otra vez, he preferido poner
las que el propio Gould grabó por vez primera, que él mismo calificaba
de bonitas, pero de que no habia entendido nada todavía cuando las
grabó. )
"...Ni
una sola nota tocó Glenn jamás sin cantarla al mismo tiempo, pensé,
ningún otro pianista tuvo esa costumbre jamás. Él hablaba de su
enfermedad pulmonar como si fuera su segundo arte. Que habíamos tenido
al mismo tiempo la misma enfermedad y la habíamos tenido luego siempre,
pensé, y a fin de cuentas Wertheimer contrajo esa enfermedad nuestra.
Pero glenn no pereció por esa enfermedad pulmonar, pensé. Lo mató la
falta de soluciones en la que, durante casi cincuenta años, se metió tocando,
pensé. No renunció al piano, pensé, como es natural, mientras que
Wertheimer y yo renunciamos al piano, porque no lo convertimos en la
misma monstruosidad que Glenn, que no salió ya de esa monstruosidad, y
que tampoco quiso en absoluto salir de esa monstruosidad. Wertheimer
hizo que subastaran su piano de cola Bösendorfer en el Dorotheum; yo
regalé un día mi Steinway a una niña de nueve años, hija de un maestro
de de Neukirchen, junto a Altmünster, para que ese piano no me
atormentase más. La hija del maestro echó a perder mi Steinway en el
plazo más breve, y a mí el hecho no me dolió, al contrario, observé
aquella destrucción estúpida con perverso placer. Wertheimer, según
decía el mismo una y otra vez, había penetrado en la ciencia del espíritu, y yo había iniciado mi proceso de atrofia. Sin la música, que de la noche a la mañana no pude soportar ya, me atrofié, sin la música práctica, la teórica había tenido sólo en mí, desde el principio, un efecto devastador..."
Y aquí enlazamos con la resaca, de nuevo, que es como esa prosa decía, que no acaba, que enlaza una idea con otra: que es un día donde uno tiene la sensación de entender, de que el pensamiento no se atasca.
Todo en la resaca es un fluir presente, pasado futuro sin interrupción. Los colores de la tarde cuando cae, el placer de los cigarrillos, que anoche eran demasiados y hoy son siempre justos, ese tiempo que parece aparecer para dejarte leer toda esa pila de libros pendientes, los lomos atrayentes de los libros de arte, la carne atrayente de las mujeres, su belleza.. Todo promete y las elecciones son menos dolorosas que en un día cotidiano. porque en este día río tambien hay que dejar pasar. Y ese es su único dolor, la conciencia de la falta, de lo inabarcable, el saber obligatoria de la pérdida.
No hace demasiado tiempo (unos meses quizá), mientras
tomaba un café, y le daba vueltas a las pocas ganas que tenía de ir a dar las
clases de la tarde, fui feliz de repente.
Fui feliz mientras imaginaba, con detalle y delectación, en
que ocuparía el tiempo que quedaba del día, en caso de no tener que ir a
trabajar. Me quedaría en casa, pensé, escuchando el disco del Carnaval de
Schumann, grabado por Michelangeli que, a pesar de su valor, había
adquirido hacía poco en un rastro a un precio ridículamente barato. Lo oiría
con gran atención y placer; apreciaría su belleza con aprovechamiento; me
dispondría así (mi imaginación se enardeció), en un estado de cercanía a la
verdadera naturaleza del arte de tocar el piano, y entonces, como poseído, iría
enseguida a sentarme frente al teclado, y con gran conciencia y una calma
inusitada, merecida y ganada por aquella escucha y por la experiencia de años
de ejercicio y reflexión, tocaría y estudiaría con la gracia por fin
conquistada (¡no poseído por ella momentáneamente, no, sino habiéndola
descubierto, dominado y hecho mía para siempre!), entrando por fin y para
siempre por la puerta del gran Arte. Y allí me quedaría, un día tras otro, sin
necesidad de tener que volver a las clases particulares ni a las servidumbres
del Conservatorio. Sólo mi arte, las partituras de los grandes maestros y las
salas de conciertos. Feliz para siempre, sentí, si pudiera.
Dudé, naturalmente, si ponerme falsa y fatuamente enfermo,
cancelarlo todo y acogerme a ese momento de clarividencia que, mi mente
insistía, sería la puerta de entrada a una vida nueva de grandeza, íntima y
placentera, y con un reflejo de éxito en lo público. No podía, sin embargo,
olvidar que sería hacerme trampa a mí mismo, contraer una deuda, desatender una
responsabilidad contraída. No se
puede ser feliz siempre, pensé. Así que me fui a trabajar.
Me dirigí sin ganas hacia la parada del autobús, me puse
los cascos y aproveché, como suelo, el trayecto hasta las afueras, para escuchar
programas atrasados de Radio Clásica que siempre guardo en el móvil. En aquel
día concreto elegí uno de los que Grandes Ciclos dedicó a Wilhelm Kempff. Los
trayectos en autobús son especialmente propicios para la escucha atenta de la
música. Y mientras recorríamos el litoral y el mar refulgía con las últimas
luces (era invierno aún), y sonaba en mis oídos la maravillosa interpretación
que Kempff grabó en 1968 de la Sonata nº 16 en La menor, D. 784, que Schubert
escribió en 1823, advertí que la felicidad seguía, de otra manera. No había cesado
el amor por la música, sólo que ahora, y temporalmente, lo estaba ejerciendo en
una intimidad transitoria.
Llegué a mi destino y como tenía aún cinco minutos para la
hora en que debían comenzar las clases, fumé un cigarrillo con el último sol,
solo en una esquina, con Schubert aún en los cascos, y luego apagué el
cigarrillo, y luego me quité los cascos, los guardé y toque el timbre. Y luego
entré.
La casa estaba oscura hasta llegar a la sala donde la
familia tenía el piano, y contrastaba con el brillo del sol en la calles.
Enseguida me guiaron hasta allí y mientras esperaba que mi alumna bajara probé
un poco a tocar algo de lo que estaba estudiando yo en aquellos momentos. La
Pastoral de Beethoven, creo. La alumna no tardó en bajar y amable como es, me
hizo algún elogio de mi forma de tocar, manifestando su envidia. ¡Trabaja mucho
y lo conseguirás tu también!, le respondí yo, como usualmente hacemos los
profesores. Se rió y comenzamos la clase. Una pequeña pieza de Haydn, divertida
y juguetona en la que estábamos trabajando. Aparte de las habituales reproches,
cariñosos en ese caso sobre su falta de estudio, me dí cuenta de que mi amor
por la música también se manifestaba en las indicaciones que yo le hacía sobre
este o aquel pasaje. Se manifestaba en explicarle como había que cantar una frase, bajar el
volumen de un acompañamiento, dar sentido a ligaduras de expresión de dos
notas, y todas esas cosas básicas, me dí cuenta de que disfrutaba y aprendía, y
pensé en por qué luego no aplicaba yo esa sencillez, conmigo mismo, en mi
estudio a solas. La clase pasó rápido, me pagaron y volví a la calle, a los
cascos, al autobús. Salí, contento con el resultado de la clase y con esas cosas
que yo había aprendido (recuperado sería más correcto), y la imaginación volvió
entonces al sueño de ser el gran pianista, a aquello que había tenido que abandonar tras el café. Mientras caminaba a la parada que me
llevaría de nuevo a casa, pensaba en lo que había aplazado por venir y que
ahora podría recuperar, sólo que no desde la escucha de un gran maestro, sino
desde la experiencia con una pequeña alumna.
Justo cuando salí, imaginando que podría ahora recuperar lo
que no había podido durante el café, vi que todo el edificio se venía abajo.
Una angustia, como de otro tiempo, venía a abrazarme, yo quería escapar, volver
al sueño pendiente, pero al parecer, la felicidad que yo perseguía no era ahora
ya alcanzable. Comencé a teorizar en mi cabeza, a defenderme de ese malestar con
un edificio teórico, tomado prestado en su mayor parte del psicoanálisis. Era un algo
así: "…Y luego esta el placer, que lo da el hacerse cargo. Y luego está la
felicidad. Y siempre, desde que se entra en la edad adulta una falta ya
imposible de llenar, pero que es la que genera la ilusión. Creo que a esto los psicoanalistas
lo llaman castración, ideal, goce y placer, aplicado en un esquema que es
bastante simple, y que sin embargo nos trae de cabeza a muchos UNA Y OTRA VEZ..."
En el trayecto de vuelta (aquí la escucha de música no resulta
nunca tan placentera, no sabía hasta que escribo este texto por qué), ya de
noche, me acordé de Horacio claro, de su Beatus ille, de Alfio, y sobre todo
del final, de ese chascarrillo macabro con que Horacio acaba su poema, la
felicidad es solo una ilusión con que nos engañamos, nuestro deseo es otro. Coincido
con él, y creo que con certeza, que la
felicidad no es otra cosa que aquello que imaginamos que haríamos en el momento
justo en que vamos a hacer otra, sea porque tenemos que admitir que no podemos hacerlo, porque tenemos que
hacernos cargo de sacar nuestra vida en adelante, en cualquiera de sus formas, o cómo pensaba Horacio, porque nuestra naturaleza es otra, centrada en el primum vivere. Pero considero sin embargo, ahora, que la felicidad, es por tanto, algo que no se debe perseguir, sólo disfrutar como
expresión de la vida. Y esos deseos de vida retirada, no algo que echarnos en cara, con que fustigarnos, sino la expresión de la aceptación de una renuncia.
Pensé
también al llegar a casa y coger el libro de las Odas para releer el poema, en
por qué no leemos más a los clásicos en vez de pensar tanto en nuestros
problemas recurrentes. No leerlos me pareció entonces perder la vida. Así, sin
paliativos. No leer a los clásicos es la mayor pérdida para con nuestra propia
vida, sentí. Abrí el libro pero no terminé de leerlo Me quedé, sin embargo recordando la Sonata de Schubert y el atardecer, y deje esa vida de virtud y clásicos para después. Fui feliz dejando la felicidad para un momento más propicio.
No hace muchos días, sentados en la terraza, mientras se ponía el sol y bebíamos bebidas isotónicas porque agosto castigaba y no había otra cosa fría en la nevera de casa, Iván me recordó la cantidad de cosas que la izquierda se ha dejado robar por la derecha. En una conversación breve pero concentrada, que naturalmente había
comenzado a cuenta de la actual situación de crisis y de recortes, Iván me recordaba cómo nos han robado la idea de patria, de democracia y
de otro montón de valores necesarios para fundamentar una
idea pragmática de la política. Iván me recordaba a Lenin y su desbordamiento ante la realidad, teniendo que dejar lo teórico siempre para después. Iván lo explicó todo mejor de lo que hoy puedo recordarlo. Pero, aunque estoy de acuerdo con todo lo que propuso, y desde luego el saqueo en lo económico de estos apandadores que tenemos por dirigentes es abrumador, esta mañana aquella conversación aún me ronda y creo que el robo viene, para muchos de nosotros, no sólo desde lo político y lo financiero, y no ha empezado con la prima de riesgo, sino mucho antes. El robo viene desde la masa y desde las élites (que curiosamente siempre se han llevado más o menos bien, o al menos coincidido en muchos valores), y no tanto, que también, desde la derecha para con la izquierda.
Yo hoy me pregunto, mientras repaso sus palabras, y es en serio mi pregunta, si no nos habremos dejado robar también la delicadeza, como un valor necesario para la vida. Es cierto que, como escribió Rimbaud, se puede perder la vida por su exceso. Pero en este caso, éste atraco que viene desde las élites y nos ha arrumbado a ser todos un poco masa, nos está haciendo perderla por su falta. Y cada vez que quiere uno disfrutar de algo que requiere recogimiento y verdadera atención, como es el caso de la música clásica, se ve obligado a justificarse de no haberse convertido en élite, por no ser él mismo masa. Como si no hubiera espacio entre una cosa y la otra. El ser es existencia y no esencia, dijo Iván. No lo sé, pero nos han robado tambien la posibilidad de discutir estas cosas, de debates intelectuales (no por el mero hecho de la exhibición dialéctica), que nos ayuden a formar un relato de nuestra experiencia de vivir. Siempre hay que justificarse frente a los ataques de quienes consideran esto una pedantería. Siempre hay que reivindicar, repito, que no se ha convertido uno en un élite. Es cierto que Iván y yo pudimos mantener una conversación que alguien podría calificar de elevada y pedante, pero fue sólo una conversación entre amigos, que a mí, y creo que a él también, al menos, me sirvió.
Pero hoy no quiero hablar de eso, sólo reivindicar la admiración por esta mujer que os presento ahora, Annie Fischer, una pianista que al verla y escucharla, me hace pensar en lo que hoy en día nos falta en lo cotidiano. Nos ha sido hurtado, como la educación y las formas, y aún no hemos reparado en la cantidad de la pérdida. Saludos a todos y que lo disfrutéis. Salud.
¿Qué sentido tiene ser pianista? ¿Qué sentido tiene interpretar música al piano? ¿Qué sentido tiene dedicar todas esas horas de trabajo, esfuerzo, frustración?
La respuesta a estas preguntas, si la hay, no necesariamente tiene que tener un valor que soporte la acción de la que hablamos, ni la identidad a la que nos referimos, ni el coste de construir y soportar esa acción y esa identidad. El sentido, que sin embargo insiste en ser contado en forma de relato, de significante no vacío de palabras en tanto significado, se me aparece (se me revela) doble, y no como conflicto, sino como dos caras de lo mismo.
Para el pianista el sentido es el camino: aprender, mejorar, afianzar la relación con el instrumento, con la música; pasar a ser familia con algo que antes era extraño, que era como con púas de erizo; relacionarte con lo que amas, vas amando y hacerte cargo de ello.
Demasiadas palabras: el camino.
Pero ¿qué sentido tiene tocar el piano? Transmitir la belleza de aquello que tocas. Convertir en materia el deseo de otro. No hay más. Puede sustituirse belleza por arte, o por cualquier otra cosa que se considere el contenido o lo valioso de la música. Pero el sentido es transmitir desde el amor a lo que se toca. ¿A quién? A quien pueda interesar, supongo. Ser vehículo de trasmisión entre dos seres. Uno debe contar con que hay un otro que recibe, consciente de que parte del mensaje se pierde en el canal, o de que se transmite aquello incluso de lo que no se es consciente, puesto que inevitablemente el objeto musical es poliédrico, y nuestra atención solo puede estar en una de las caras, a lo sumo en dos, pero no en caras opuestas.
Demasiadas palabras: desaparecer en cuanto uno mismo, y ser transmisión entre compositor y oyente.
Resuenan ahora las palabras de Pierre Laurent Aimard, enigmáticas antes, de no limitarse, como pianista, a seguir una tradición. Yo lo diría de otra forma, no quedarse en ser objeto de juicio, en tanto que presencia en un escenario sólo en forma de examinante o títere de narcisismos propios y ajenos. No quedarse en aspirante a la perfección, a la gracia. Como vivencia de eso que llamamos el camino es importante la tradición: los ídolos, los maestros, los colegas... pero el ritual de pertenencia no puede constituir el sentido único de una actividad. Se nos enseña sin embargo a ello desde pequeños, creo. Y se perpetúa: es esclavo, es cómodo. Pero el momento del más allá , del tocar en el escenario y defender ese deseo de uno otro para un otro (vaya lío de repeticiones y otredades) es obligatoriamente solitario. Se nos enseña también a ello desde pequeños, creo. El sentido del camino es coger, (acogerse) para dejar (entregar): pertenecer a algo que deberás abandonar, para que el amor por la música siga vivo y no se convierta en un fósil, en una techné huera, esclerotizada, por la que uno sólo puede sentir rechazo finalmente. No se puede eludir el paso por la tradición, puesto que luego no será posible construir nada sin ella. O al menos nada sólido y valioso. No se puede uno quedar conforme y escondido en ella. Charles Rosen recordaba la otra cara; cuando la gracia (uno mismo) cobra demasiada importancia, el estilo (la tradición) deja de tener valor.
"Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvido de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa. Caussidière por Danton, Louis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del dieciocho brumario!
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de producir libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lengua natal.
Si examinamos aquellas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observamos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camille Desmoulins, Danton, Robespierre, Saint Just, Napoleón, lo mismo los héroes que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: es decir, la eclosión e instauración de la sociedad burguesa moderna. Los primeros destrozaron la base del feudalismo y segaron las cabezas feudales que habían brotado en ella. Napoleón creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse las propiedad territorial parcelada, utilizarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; mientras que del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en este continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron los colosos antedichos, y con ellos el romanismo resucitado: los Bruto, los Graco, los Publicola, los tribunos, los senadores y hasta el mismo César. Con su sobrio realismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamin Costant y los Guizot; sus verdaderos generalísimos estaban en las oficinas comerciales, y la "cabeza mantecosa" de Luis XVIII era su cabeza política. Completamente absorbida por la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna.
Aquí tampoco, Francisco de Goya (1812-1815)
Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al
mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación.
el terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus
gladiadores encontraron en las tradiciones clasicamente severas de la
república romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que
necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente
limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran
tragedia histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un siglo antes,
Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo Testamento
el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa.
Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación burguesa de la
sociedad inglesa, Locke desplazó a Habauc.
En aquellas revoluciones, la resurreción de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder en la realidad ante su cumplimiento, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez su espectro".
El 18 Brumario de Luis Bonaparte
Karl Marx, 1852
Para quien esté interesado el texto completo puede leerse online.Gran Literatura.
Esta mañana hemos estado paseando por entre los cuadros de Cirilo Martinez Novillo (Vallecas, Madrid, 9 de julio de 1921 - Madrid, 15 de julio de 2008). Se expone parte de su obra, paisajes y bodegones de sus últimos años, en la Sala de Exposiciones de La Lonja de Alicante. Su pintura es reconfortante, nutritiva, serena. Proporciona de inmediato paz e interés; ganas de adentrarse en ella, sin furor, a la distancia de la observación, siempre. Y te va llenando. Templando por dentro. Devolviéndote muy despacio a una clase de ilusión por la vida. Sin urgencia, con determinación.
Consiste esta pintura en una depuración de la representación figurativa. Una especie de ascetismo lleno de amor y respeto por la luz, por la representación, por lo terreno, por lo íntimo. No hay fogonazo místico, sino gusto por la sustancia, desinterés por lo superfluo. No es esto el arenque de la idea con que se alimentan los fanáticos, más bien un banquete castellano desprovisto de jolgorios innecesarios. Gran número de los paisajes consisten en extensas superficies de color, con un escorzo de edificación, y dos personas, siempre dos, como fantasmales, camino del horizonte. Un mínimo de civilización al fondo entre juegos de cielo y tierra. Luz y materia.
De repente, ante uno de los bodegones mágicos de la exposición, un momento de perturbación, de oscuridad: una referencia a la realidad, no venida del cuadro, se apodera del espectador. Una ruptura del pasear estético se convierte en un adentramiento de la imaginación en el más allá del cuadro; en el inconsciente del pintor; en la referencia real del motivo.
¡Qué soledad inhabitable la de esa sala, pobre de objetos, llena de tiempo en que se ha debido realizar el trabajo físico de la obra!
El cuadro ahora está casi vacío, asustando. La realidad referida no está en el cuadro.
Una idea insistente, sencilla, antigua, viene con fuerza: la catarsis. Que es desde luego otra cosa, lo sé, que tiene que ver con lo dramático y con los fantasmas, lo sé. Pero todo el mundo cree entenderla y refiere con comodidad a esa particularidad del sitio donde se desarrolla el arte, donde tiene sentido. Quizá sería mejor hablar del estilo (no enfrentado a la gracia). Pero el pensamiento empieza a deshilacharse y desfallece pronto: qué desinterés por la explicación academica de la cosa. Mejor volver a leer a Aristóteles y ya está. Como por ensalmo la nube se cierra y estamos otra vez en el mundo de la pintura, en esa suspensión mágica que dura la contemplación.
Nos quedamos un rato más y luego salimos a la luz, de nuevo, del Mediterráneo, con sus bandas de música, sus cohetes, sus alcaldes, sus familias en bicicleta. No molestan ahora tanto, somos casi pintura nosotros un rato, en domingo y en eso nos reconfortamos.