lunes, 6 de agosto de 2012

la felicidad




No hace demasiado tiempo (unos meses quizá), mientras tomaba un café, y le daba vueltas a las pocas ganas que tenía de ir a dar las clases de la tarde, fui feliz de repente.

Fui feliz mientras imaginaba, con detalle y delectación, en que ocuparía el tiempo que quedaba del día, en caso de no tener que ir a trabajar. Me quedaría en casa, pensé, escuchando el disco del Carnaval de Schumann, grabado por  Michelangeli que, a pesar de su valor, había adquirido hacía poco en un rastro a un precio ridículamente barato. Lo oiría con gran atención y placer; apreciaría su belleza con aprovechamiento; me dispondría así (mi imaginación se enardeció), en un estado de cercanía a la verdadera naturaleza del arte de tocar el piano, y entonces, como poseído, iría enseguida a sentarme frente al teclado, y con gran conciencia y una calma inusitada, merecida y ganada por aquella escucha y por la experiencia de años de ejercicio y reflexión, tocaría y estudiaría con la gracia por fin conquistada (¡no poseído por ella momentáneamente, no, sino habiéndola descubierto, dominado y hecho mía para siempre!), entrando por fin y para siempre por la puerta del gran Arte. Y allí me quedaría, un día tras otro, sin necesidad de tener que volver a las clases particulares ni a las servidumbres del Conservatorio. Sólo mi arte, las partituras de los grandes maestros y las salas de conciertos. Feliz para siempre, sentí, si pudiera.

Dudé, naturalmente, si ponerme falsa y fatuamente enfermo, cancelarlo todo y acogerme a ese momento de clarividencia que, mi mente insistía, sería la puerta de entrada a una vida nueva de grandeza, íntima y placentera, y con un reflejo de éxito en lo público. No podía, sin embargo, olvidar que sería hacerme trampa a mí mismo, contraer una deuda, desatender una responsabilidad  contraída. No se puede ser feliz siempre, pensé. Así que me fui a trabajar.

Me dirigí sin ganas hacia la parada del autobús, me puse los cascos y aproveché, como suelo, el trayecto hasta las afueras, para escuchar programas atrasados de Radio Clásica que siempre guardo en el móvil. En aquel día concreto elegí uno de los que Grandes Ciclos dedicó a Wilhelm Kempff. Los trayectos en autobús son especialmente propicios para la escucha atenta de la música. Y mientras recorríamos el litoral y el mar refulgía con las últimas luces (era invierno aún), y sonaba en mis oídos la maravillosa interpretación que Kempff grabó en 1968 de la Sonata nº 16 en La menor, D. 784, que Schubert escribió en 1823, advertí que la felicidad seguía, de otra manera. No había cesado el amor por la música, sólo que ahora, y temporalmente, lo estaba ejerciendo en una intimidad transitoria.



Llegué a mi destino y como tenía aún cinco minutos para la hora en que debían comenzar las clases, fumé un cigarrillo con el último sol, solo en una esquina, con Schubert aún en los cascos, y luego apagué el cigarrillo, y luego me quité los cascos, los guardé y toque el timbre. Y luego entré.

La casa estaba oscura hasta llegar a la sala donde la familia tenía el piano, y contrastaba con el brillo del sol en la calles. Enseguida me guiaron hasta allí y mientras esperaba que mi alumna bajara probé un poco a tocar algo de lo que estaba estudiando yo en aquellos momentos. La Pastoral de Beethoven, creo. La alumna no tardó en bajar y amable como es, me hizo algún elogio de mi forma de tocar, manifestando su envidia. ¡Trabaja mucho y lo conseguirás tu también!, le respondí yo, como usualmente hacemos los profesores. Se rió y comenzamos la clase. Una pequeña pieza de Haydn, divertida y juguetona en la que estábamos trabajando. Aparte de las habituales reproches, cariñosos en ese caso sobre su falta de estudio, me dí cuenta de que mi amor por la música también se manifestaba en las indicaciones que yo le hacía sobre este o aquel pasaje. Se manifestaba en explicarle como había que cantar una frase, bajar el volumen de un acompañamiento, dar sentido a ligaduras de expresión de dos notas, y todas esas cosas básicas, me dí cuenta de que disfrutaba y aprendía, y pensé en por qué luego no aplicaba yo esa sencillez, conmigo mismo, en mi estudio a solas. La clase pasó rápido, me pagaron y volví a la calle, a los cascos, al autobús. Salí, contento con el resultado de la clase y con esas cosas que yo había aprendido (recuperado sería más correcto), y la imaginación volvió entonces al sueño de ser el gran pianista, a aquello que había tenido que abandonar tras el café.  Mientras caminaba a la parada que me llevaría de nuevo a casa, pensaba en lo que había aplazado por venir y que ahora podría recuperar, sólo que no desde la escucha de un gran maestro, sino desde la experiencia con una pequeña alumna. 


Justo cuando salí, imaginando que podría ahora recuperar lo que no había podido durante el café, vi que todo el edificio se venía abajo. Una angustia, como de otro tiempo, venía a abrazarme, yo quería escapar, volver al sueño pendiente, pero al parecer, la felicidad que yo perseguía no era ahora ya alcanzable. Comencé a teorizar en mi cabeza, a defenderme de ese malestar con un edificio teórico, tomado prestado en su mayor parte del psicoanálisis. Era un algo así: "…Y luego esta el placer, que lo da el hacerse cargo. Y luego está la felicidad. Y siempre, desde que se entra en la edad adulta una falta ya imposible de llenar, pero que es la que genera la ilusión. Creo que a esto los psicoanalistas lo llaman castración, ideal, goce y placer, aplicado en un esquema que es bastante simple, y que sin embargo nos trae de cabeza a muchos UNA Y OTRA VEZ..."

En el trayecto de vuelta (aquí la escucha de música no resulta nunca tan placentera, no sabía hasta que escribo este texto por qué), ya de noche, me acordé de Horacio claro, de su Beatus ille, de Alfio, y sobre todo del final, de ese chascarrillo macabro con que Horacio acaba su poema, la felicidad es solo una ilusión con que nos engañamos, nuestro deseo es otro. Coincido con él,  y creo que con certeza, que la felicidad no es otra cosa que aquello que imaginamos que haríamos en el momento justo en que vamos a hacer otra, sea porque tenemos que admitir que no podemos hacerlo, porque tenemos que hacernos cargo de sacar nuestra vida en adelante, en cualquiera de sus formas, o cómo pensaba Horacio, porque nuestra naturaleza es otra, centrada en el primum vivere. Pero considero sin embargo, ahora, que la felicidad, es por tanto, algo que no se debe perseguir, sólo disfrutar como expresión de la vida. Y esos deseos de vida retirada, no algo que echarnos en cara, con que fustigarnos, sino la expresión de la aceptación de una renuncia.

Pensé también al llegar a casa y coger el libro de las Odas para releer el poema, en por qué no leemos más a los clásicos en vez de pensar tanto en nuestros problemas recurrentes. No leerlos me pareció entonces perder la vida. Así, sin paliativos. No leer a los clásicos es la mayor pérdida para con nuestra propia vida, sentí. Abrí el libro pero no  terminé de leerlo Me quedé, sin embargo recordando la Sonata de Schubert y el atardecer, y deje esa vida de virtud y clásicos para después. Fui feliz dejando la felicidad para un momento más propicio.




1 comentario: