No hace demasiado tiempo (unos meses quizá), mientras
tomaba un café, y le daba vueltas a las pocas ganas que tenía de ir a dar las
clases de la tarde, fui feliz de repente.
Fui feliz mientras imaginaba, con detalle y delectación, en
que ocuparía el tiempo que quedaba del día, en caso de no tener que ir a
trabajar. Me quedaría en casa, pensé, escuchando el disco del Carnaval de
Schumann, grabado por Michelangeli que, a pesar de su valor, había
adquirido hacía poco en un rastro a un precio ridículamente barato. Lo oiría
con gran atención y placer; apreciaría su belleza con aprovechamiento; me
dispondría así (mi imaginación se enardeció), en un estado de cercanía a la
verdadera naturaleza del arte de tocar el piano, y entonces, como poseído, iría
enseguida a sentarme frente al teclado, y con gran conciencia y una calma
inusitada, merecida y ganada por aquella escucha y por la experiencia de años
de ejercicio y reflexión, tocaría y estudiaría con la gracia por fin
conquistada (¡no poseído por ella momentáneamente, no, sino habiéndola
descubierto, dominado y hecho mía para siempre!), entrando por fin y para
siempre por la puerta del gran Arte. Y allí me quedaría, un día tras otro, sin
necesidad de tener que volver a las clases particulares ni a las servidumbres
del Conservatorio. Sólo mi arte, las partituras de los grandes maestros y las
salas de conciertos. Feliz para siempre, sentí, si pudiera.
Dudé, naturalmente, si ponerme falsa y fatuamente enfermo,
cancelarlo todo y acogerme a ese momento de clarividencia que, mi mente
insistía, sería la puerta de entrada a una vida nueva de grandeza, íntima y
placentera, y con un reflejo de éxito en lo público. No podía, sin embargo,
olvidar que sería hacerme trampa a mí mismo, contraer una deuda, desatender una
responsabilidad contraída. No se
puede ser feliz siempre, pensé. Así que me fui a trabajar.
Me dirigí sin ganas hacia la parada del autobús, me puse
los cascos y aproveché, como suelo, el trayecto hasta las afueras, para escuchar
programas atrasados de Radio Clásica que siempre guardo en el móvil. En aquel
día concreto elegí uno de los que Grandes Ciclos dedicó a Wilhelm Kempff. Los
trayectos en autobús son especialmente propicios para la escucha atenta de la
música. Y mientras recorríamos el litoral y el mar refulgía con las últimas
luces (era invierno aún), y sonaba en mis oídos la maravillosa interpretación
que Kempff grabó en 1968 de la Sonata nº 16 en La menor, D. 784, que Schubert
escribió en 1823, advertí que la felicidad seguía, de otra manera. No había cesado
el amor por la música, sólo que ahora, y temporalmente, lo estaba ejerciendo en
una intimidad transitoria.
Llegué a mi destino y como tenía aún cinco minutos para la
hora en que debían comenzar las clases, fumé un cigarrillo con el último sol,
solo en una esquina, con Schubert aún en los cascos, y luego apagué el
cigarrillo, y luego me quité los cascos, los guardé y toque el timbre. Y luego
entré.
La casa estaba oscura hasta llegar a la sala donde la
familia tenía el piano, y contrastaba con el brillo del sol en la calles.
Enseguida me guiaron hasta allí y mientras esperaba que mi alumna bajara probé
un poco a tocar algo de lo que estaba estudiando yo en aquellos momentos. La
Pastoral de Beethoven, creo. La alumna no tardó en bajar y amable como es, me
hizo algún elogio de mi forma de tocar, manifestando su envidia. ¡Trabaja mucho
y lo conseguirás tu también!, le respondí yo, como usualmente hacemos los
profesores. Se rió y comenzamos la clase. Una pequeña pieza de Haydn, divertida
y juguetona en la que estábamos trabajando. Aparte de las habituales reproches,
cariñosos en ese caso sobre su falta de estudio, me dí cuenta de que mi amor
por la música también se manifestaba en las indicaciones que yo le hacía sobre
este o aquel pasaje. Se manifestaba en explicarle como había que cantar una frase, bajar el
volumen de un acompañamiento, dar sentido a ligaduras de expresión de dos
notas, y todas esas cosas básicas, me dí cuenta de que disfrutaba y aprendía, y
pensé en por qué luego no aplicaba yo esa sencillez, conmigo mismo, en mi
estudio a solas. La clase pasó rápido, me pagaron y volví a la calle, a los
cascos, al autobús. Salí, contento con el resultado de la clase y con esas cosas
que yo había aprendido (recuperado sería más correcto), y la imaginación volvió
entonces al sueño de ser el gran pianista, a aquello que había tenido que abandonar tras el café. Mientras caminaba a la parada que me
llevaría de nuevo a casa, pensaba en lo que había aplazado por venir y que
ahora podría recuperar, sólo que no desde la escucha de un gran maestro, sino
desde la experiencia con una pequeña alumna.
Justo cuando salí, imaginando que podría ahora recuperar lo
que no había podido durante el café, vi que todo el edificio se venía abajo.
Una angustia, como de otro tiempo, venía a abrazarme, yo quería escapar, volver
al sueño pendiente, pero al parecer, la felicidad que yo perseguía no era ahora
ya alcanzable. Comencé a teorizar en mi cabeza, a defenderme de ese malestar con
un edificio teórico, tomado prestado en su mayor parte del psicoanálisis. Era un algo
así: "…Y luego esta el placer, que lo da el hacerse cargo. Y luego está la
felicidad. Y siempre, desde que se entra en la edad adulta una falta ya
imposible de llenar, pero que es la que genera la ilusión. Creo que a esto los psicoanalistas
lo llaman castración, ideal, goce y placer, aplicado en un esquema que es
bastante simple, y que sin embargo nos trae de cabeza a muchos UNA Y OTRA VEZ..."
En el trayecto de vuelta (aquí la escucha de música no resulta
nunca tan placentera, no sabía hasta que escribo este texto por qué), ya de
noche, me acordé de Horacio claro, de su Beatus ille, de Alfio, y sobre todo
del final, de ese chascarrillo macabro con que Horacio acaba su poema, la
felicidad es solo una ilusión con que nos engañamos, nuestro deseo es otro. Coincido
con él, y creo que con certeza, que la
felicidad no es otra cosa que aquello que imaginamos que haríamos en el momento
justo en que vamos a hacer otra, sea porque tenemos que admitir que no podemos hacerlo, porque tenemos que
hacernos cargo de sacar nuestra vida en adelante, en cualquiera de sus formas, o cómo pensaba Horacio, porque nuestra naturaleza es otra, centrada en el primum vivere. Pero considero sin embargo, ahora, que la felicidad, es por tanto, algo que no se debe perseguir, sólo disfrutar como
expresión de la vida. Y esos deseos de vida retirada, no algo que echarnos en cara, con que fustigarnos, sino la expresión de la aceptación de una renuncia.
Pensé
también al llegar a casa y coger el libro de las Odas para releer el poema, en
por qué no leemos más a los clásicos en vez de pensar tanto en nuestros
problemas recurrentes. No leerlos me pareció entonces perder la vida. Así, sin
paliativos. No leer a los clásicos es la mayor pérdida para con nuestra propia
vida, sentí. Abrí el libro pero no terminé de leerlo Me quedé, sin embargo recordando la Sonata de Schubert y el atardecer, y deje esa vida de virtud y clásicos para después. Fui feliz dejando la felicidad para un momento más propicio.
¡Qué maravilla!
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