¿Qué sentido tiene ser pianista? ¿Qué sentido tiene interpretar música al piano? ¿Qué sentido tiene dedicar todas esas horas de trabajo, esfuerzo, frustración?
La respuesta a estas preguntas, si la hay, no necesariamente tiene que tener un valor que soporte la acción de la que hablamos, ni la identidad a la que nos referimos, ni el coste de construir y soportar esa acción y esa identidad. El sentido, que sin embargo insiste en ser contado en forma de relato, de significante no vacío de palabras en tanto significado, se me aparece (se me revela) doble, y no como conflicto, sino como dos caras de lo mismo.
Para el pianista el sentido es el camino: aprender, mejorar, afianzar la relación con el instrumento, con la música; pasar a ser familia con algo que antes era extraño, que era como con púas de erizo; relacionarte con lo que amas, vas amando y hacerte cargo de ello.
Demasiadas palabras: el camino.
Pero ¿qué sentido tiene tocar el piano? Transmitir la belleza de aquello que tocas. Convertir en materia el deseo de otro. No hay más. Puede sustituirse belleza por arte, o por cualquier otra cosa que se considere el contenido o lo valioso de la música. Pero el sentido es transmitir desde el amor a lo que se toca. ¿A quién? A quien pueda interesar, supongo. Ser vehículo de trasmisión entre dos seres. Uno debe contar con que hay un otro que recibe, consciente de que parte del mensaje se pierde en el canal, o de que se transmite aquello incluso de lo que no se es consciente, puesto que inevitablemente el objeto musical es poliédrico, y nuestra atención solo puede estar en una de las caras, a lo sumo en dos, pero no en caras opuestas.
Demasiadas palabras: desaparecer en cuanto uno mismo, y ser transmisión entre compositor y oyente.
Resuenan ahora las palabras de Pierre Laurent Aimard, enigmáticas antes, de no limitarse, como pianista, a seguir una tradición. Yo lo diría de otra forma, no quedarse en ser objeto de juicio, en tanto que presencia en un escenario sólo en forma de examinante o títere de narcisismos propios y ajenos. No quedarse en aspirante a la perfección, a la gracia. Como vivencia de eso que llamamos el camino es importante la tradición: los ídolos, los maestros, los colegas... pero el ritual de pertenencia no puede constituir el sentido único de una actividad. Se nos enseña sin embargo a ello desde pequeños, creo. Y se perpetúa: es esclavo, es cómodo. Pero el momento del más allá , del tocar en el escenario y defender ese deseo de uno otro para un otro (vaya lío de repeticiones y otredades) es obligatoriamente solitario. Se nos enseña también a ello desde pequeños, creo. El sentido del camino es coger, (acogerse) para dejar (entregar): pertenecer a algo que deberás abandonar, para que el amor por la música siga vivo y no se convierta en un fósil, en una techné huera, esclerotizada, por la que uno sólo puede sentir rechazo finalmente. No se puede eludir el paso por la tradición, puesto que luego no será posible construir nada sin ella. O al menos nada sólido y valioso. No se puede uno quedar conforme y escondido en ella. Charles Rosen recordaba la otra cara; cuando la gracia (uno mismo) cobra demasiada importancia, el estilo (la tradición) deja de tener valor.
Demasiadas palabras.
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