lunes, 13 de agosto de 2012

Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano


Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano, rodeado de otras tantas cuerdas de piano, que son las notas de esta pieza,
Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano, rodeado de otras tantas cuerdas de piano, que en rápida alternancia son golpeadas por macillos, y producen ondas que vienen a vibrar a mí y entre ellas y en la caja de resonancia, y en todo el aire a mi alrededor, que fuese sólo esta música,
Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano, rodeado de otras tantas cuerdas de piano, hasta un total de 88, espero el golpe de mi macillo, propio y distinto, espero a mi voz, que diga algo, y escape y que, sin embargo, calla,
Como si mi garganta fuese la cuerda de un piano, rodeado de otras tantas cuerdas de piano, vibro en el silencio continuo de estas bachianas de Villalobos, que unió los dos imposibles de catedrales y playas, de Lepizig y Río.
Y la música a mí sólo me atrapa y me deja solo en una vibración por simpatía de otras tantas gragantas como cuerdas de piano,
Y mi garganta no dice nada, solo vibra en mi propio silencio, lleno desde el atardecer de ayer, y ya continuamente en la noche pasada, y en el amanecer de hoy, y tambien en el desayuno y en este momento exacto en el que escribo para escapar de tanta belleza de la que no quiero escapar.

jueves, 9 de agosto de 2012

Cortot, la gata Nora y Vicente Aleixandre


Primero la gata



Se llama Nora y es famosa en internet. Famosa por tocar teclas sin mucho sentido y por no dejar que nadie se acerque al piano mientras ella está cerca. Sus dueños, ignorantes, tocan con ella el Canon de Pachelbel para ver si se anima. Supongo que hay muchos videos como éste, pero al menos yo nunca había visto el puro placer animal de la música hasta que ví el video. No me interesan, por supuesto, las armonias ni los ritmos que hace el gato. No tienen ninguna intención de construir un discurso, y ni tan siquiera constituir un rito, puesto que es solitario. Es puro placer, el gato se roza con el teclado, se acaricia, ni siquiera sé si es por el sonido, pero si lo es, no desde luego desligado del placer de tocar, de acariciar.  Observese como disfruta con la tecla que se escurre. Es alterado por la presencia de humanos y quizá quiera compartir su placer o quiza pida que no le interrumpan. Sherlock Holmes tocaba igualmente su violin, rascando durante horas una sola nota mientras su cabeza se concentraba en otros asuntos. ¿Estará resolviendo crímenes la gata? Scelsi estuvo apunto de ser internado en un manicomio por pasar horas tocando una sola nota intentando oír los armónicos. ¿Estará intentando oir los armónicos la gata? Que nadie haya hecho pruebas serias con este gato, en vez de quedarse en la monería y la ricura me parece imperdonable.


Luego Cortot


 Los románticos creían que la música era la más sublime de entre las artes porque era la única  que nos conduce sensorialmente y nos pone en un estado estético, sin mediar palabras, representaciones de la realidad, ni nada de nada, sólo sonidos, que rozan lo inefable. Pero sonidos ordenados bajo reglas bastante estrictas y complejas y aquello no había hecho más que empezar. La pieza que explica Cortot se titula El poeta habla, sin embargo y se encuentra al final del ciclo Escenas de niños, de Schumann.
Y es a través de las palabras del pianista profesor, como diques que encauzan el caudal, como más podemos disfrutar de la música. Esa masa que es solo belleza se ilumina con las palabras del profesor y nuestro placer aumenta en el entendimiento, nos dirige hacia algo, interior y exterior,  a la relación entre los elementos de esa música . ¿Es Cortot un gato? Su cara por momentos me lo recuerda.



Ahora Aleixandre lo explica todo y yo me callo, para escucharlo.






Elogio y vindicación de la resaca (con referencias a El malogrado de Thomas Bernhard)



Sucede en los días posteriores a una buena borrachera, como si fuera esta una tormenta, que sobreviene al espíritu una calma difícil de alcanzar en lo cotidiano.  Será por el mero efecto sedante del tóxico, será por la liberación de pasiones inhibidas, será, será... el caso es que no encuentro días más propicios para la atención, sea ésta activa, sea para la creación;  sea ésta contemplativa, sea para relacionarse y conversar.

Sucede en los días posteriores a una buena borrachera, como si fuera esta una contienda furiosa, que se levanta uno aún descompuesto, malherido, con el rostro maltrecho por la lucha contra la noche. Pero basta un café, una ducha, un algo de tiempo, y las más de las veces unas buenas evacuaciones fisiológicas, para que la calma se aparezca como por ensalmo, y la untuosidad no grasienta del día, su bálsamo dulce, nos invada como si fueramos olas.

En esos días he tocado el piano con delectación, pudiendo vencer las resistencias de mi propia cabezonería y ser uno con la pieza hasta trabajarla, moldearla, darle cuerpo.

En esos días, en el Mediterráneo, si la resaca es veraniega, un buen baño en la playa y un arroz, ayudan a templar el espíritu.

En esos días, la vida es como la prosa de un párrafo que se extiende y se extiende, no con la angustia de lo infinito, sino con su continuo discurrir como relato que tiene sentido.

En esos días he leído, con placer, y algo de disgusto, El malogrado, de Thomas Bernhard, cuyas figuras principales son el narrador, un amigo recientemente suicidado llamado Wertheimer y Glenn Gould. Solo tres puntos y aparte contiene la obra, los tres en la primera página, y ya doscientas y pico páginas hasta el punto final, esperanzador, o al menos confortante, después de sostener el discurso de la incomodidad durante toda la novela. Por ejemplo:

(A partir, de aquí, aquel al que el ritmo de la música no le rompa el de la lectura, puede seguir leyendo con esto. Yo lo dejaría para el final, pero allá cada cual con sus celulas grises y su espíritu. Otra versión posterior de las variaciones está colgada aquí.  Para no repetirme y porque el libro de Bernhard habla de de estas y de la obsesión de Gould con grabarlas una y otra vez, he preferido poner las que el propio Gould grabó por vez primera, que él mismo calificaba de bonitas, pero de que no habia entendido nada todavía cuando las grabó. )



"...Ni una sola nota tocó Glenn jamás sin cantarla al mismo tiempo, pensé, ningún otro pianista tuvo esa costumbre jamás. Él hablaba de su enfermedad pulmonar como si fuera su segundo arte. Que habíamos tenido al mismo tiempo la misma enfermedad y la habíamos tenido luego siempre, pensé, y a fin de cuentas Wertheimer contrajo esa enfermedad nuestra. Pero glenn no pereció por esa enfermedad pulmonar, pensé. Lo mató la falta de soluciones en la que, durante casi cincuenta años, se metió tocando, pensé. No renunció al piano, pensé, como es natural, mientras que Wertheimer y yo renunciamos al piano, porque no lo convertimos en la misma monstruosidad que Glenn, que no salió  ya de esa monstruosidad, y que tampoco quiso en absoluto salir de esa monstruosidad. Wertheimer hizo que subastaran su piano de cola Bösendorfer en el Dorotheum; yo regalé un día mi Steinway a una niña de nueve años, hija de un maestro de de Neukirchen, junto a Altmünster, para que ese piano no me atormentase más. La hija del maestro echó a perder mi Steinway en el plazo más breve, y a mí el hecho no me dolió, al contrario, observé aquella destrucción estúpida con perverso placer. Wertheimer, según decía el mismo una y otra vez, había penetrado en la ciencia del espíritu, y yo había iniciado mi proceso de atrofia. Sin la música, que de la noche a la mañana no pude soportar ya, me atrofié, sin la música práctica, la teórica había tenido sólo en mí, desde el principio, un efecto devastador..."





Y aquí enlazamos con la resaca, de nuevo, que es como esa prosa decía, que no acaba, que enlaza una idea con otra: que es un día donde uno tiene la sensación de entender, de que el pensamiento no se atasca.

Todo en la resaca es un fluir presente, pasado futuro sin interrupción. Los colores de la tarde cuando cae, el placer de los cigarrillos, que anoche eran demasiados y hoy son siempre justos, ese tiempo que parece aparecer para dejarte leer toda esa pila de libros pendientes, los lomos atrayentes de los libros de arte, la carne atrayente de las mujeres, su belleza.. Todo promete y las elecciones son menos dolorosas que en un día cotidiano. porque en este día río tambien hay que dejar pasar. Y ese es su único dolor, la conciencia de la falta, de lo inabarcable, el saber obligatoria de la pérdida. 

 Pero tomemos la iniciativa.

Lanzemos algo




lunes, 6 de agosto de 2012

la felicidad




No hace demasiado tiempo (unos meses quizá), mientras tomaba un café, y le daba vueltas a las pocas ganas que tenía de ir a dar las clases de la tarde, fui feliz de repente.

Fui feliz mientras imaginaba, con detalle y delectación, en que ocuparía el tiempo que quedaba del día, en caso de no tener que ir a trabajar. Me quedaría en casa, pensé, escuchando el disco del Carnaval de Schumann, grabado por  Michelangeli que, a pesar de su valor, había adquirido hacía poco en un rastro a un precio ridículamente barato. Lo oiría con gran atención y placer; apreciaría su belleza con aprovechamiento; me dispondría así (mi imaginación se enardeció), en un estado de cercanía a la verdadera naturaleza del arte de tocar el piano, y entonces, como poseído, iría enseguida a sentarme frente al teclado, y con gran conciencia y una calma inusitada, merecida y ganada por aquella escucha y por la experiencia de años de ejercicio y reflexión, tocaría y estudiaría con la gracia por fin conquistada (¡no poseído por ella momentáneamente, no, sino habiéndola descubierto, dominado y hecho mía para siempre!), entrando por fin y para siempre por la puerta del gran Arte. Y allí me quedaría, un día tras otro, sin necesidad de tener que volver a las clases particulares ni a las servidumbres del Conservatorio. Sólo mi arte, las partituras de los grandes maestros y las salas de conciertos. Feliz para siempre, sentí, si pudiera.

Dudé, naturalmente, si ponerme falsa y fatuamente enfermo, cancelarlo todo y acogerme a ese momento de clarividencia que, mi mente insistía, sería la puerta de entrada a una vida nueva de grandeza, íntima y placentera, y con un reflejo de éxito en lo público. No podía, sin embargo, olvidar que sería hacerme trampa a mí mismo, contraer una deuda, desatender una responsabilidad  contraída. No se puede ser feliz siempre, pensé. Así que me fui a trabajar.

Me dirigí sin ganas hacia la parada del autobús, me puse los cascos y aproveché, como suelo, el trayecto hasta las afueras, para escuchar programas atrasados de Radio Clásica que siempre guardo en el móvil. En aquel día concreto elegí uno de los que Grandes Ciclos dedicó a Wilhelm Kempff. Los trayectos en autobús son especialmente propicios para la escucha atenta de la música. Y mientras recorríamos el litoral y el mar refulgía con las últimas luces (era invierno aún), y sonaba en mis oídos la maravillosa interpretación que Kempff grabó en 1968 de la Sonata nº 16 en La menor, D. 784, que Schubert escribió en 1823, advertí que la felicidad seguía, de otra manera. No había cesado el amor por la música, sólo que ahora, y temporalmente, lo estaba ejerciendo en una intimidad transitoria.



Llegué a mi destino y como tenía aún cinco minutos para la hora en que debían comenzar las clases, fumé un cigarrillo con el último sol, solo en una esquina, con Schubert aún en los cascos, y luego apagué el cigarrillo, y luego me quité los cascos, los guardé y toque el timbre. Y luego entré.

La casa estaba oscura hasta llegar a la sala donde la familia tenía el piano, y contrastaba con el brillo del sol en la calles. Enseguida me guiaron hasta allí y mientras esperaba que mi alumna bajara probé un poco a tocar algo de lo que estaba estudiando yo en aquellos momentos. La Pastoral de Beethoven, creo. La alumna no tardó en bajar y amable como es, me hizo algún elogio de mi forma de tocar, manifestando su envidia. ¡Trabaja mucho y lo conseguirás tu también!, le respondí yo, como usualmente hacemos los profesores. Se rió y comenzamos la clase. Una pequeña pieza de Haydn, divertida y juguetona en la que estábamos trabajando. Aparte de las habituales reproches, cariñosos en ese caso sobre su falta de estudio, me dí cuenta de que mi amor por la música también se manifestaba en las indicaciones que yo le hacía sobre este o aquel pasaje. Se manifestaba en explicarle como había que cantar una frase, bajar el volumen de un acompañamiento, dar sentido a ligaduras de expresión de dos notas, y todas esas cosas básicas, me dí cuenta de que disfrutaba y aprendía, y pensé en por qué luego no aplicaba yo esa sencillez, conmigo mismo, en mi estudio a solas. La clase pasó rápido, me pagaron y volví a la calle, a los cascos, al autobús. Salí, contento con el resultado de la clase y con esas cosas que yo había aprendido (recuperado sería más correcto), y la imaginación volvió entonces al sueño de ser el gran pianista, a aquello que había tenido que abandonar tras el café.  Mientras caminaba a la parada que me llevaría de nuevo a casa, pensaba en lo que había aplazado por venir y que ahora podría recuperar, sólo que no desde la escucha de un gran maestro, sino desde la experiencia con una pequeña alumna. 


Justo cuando salí, imaginando que podría ahora recuperar lo que no había podido durante el café, vi que todo el edificio se venía abajo. Una angustia, como de otro tiempo, venía a abrazarme, yo quería escapar, volver al sueño pendiente, pero al parecer, la felicidad que yo perseguía no era ahora ya alcanzable. Comencé a teorizar en mi cabeza, a defenderme de ese malestar con un edificio teórico, tomado prestado en su mayor parte del psicoanálisis. Era un algo así: "…Y luego esta el placer, que lo da el hacerse cargo. Y luego está la felicidad. Y siempre, desde que se entra en la edad adulta una falta ya imposible de llenar, pero que es la que genera la ilusión. Creo que a esto los psicoanalistas lo llaman castración, ideal, goce y placer, aplicado en un esquema que es bastante simple, y que sin embargo nos trae de cabeza a muchos UNA Y OTRA VEZ..."

En el trayecto de vuelta (aquí la escucha de música no resulta nunca tan placentera, no sabía hasta que escribo este texto por qué), ya de noche, me acordé de Horacio claro, de su Beatus ille, de Alfio, y sobre todo del final, de ese chascarrillo macabro con que Horacio acaba su poema, la felicidad es solo una ilusión con que nos engañamos, nuestro deseo es otro. Coincido con él,  y creo que con certeza, que la felicidad no es otra cosa que aquello que imaginamos que haríamos en el momento justo en que vamos a hacer otra, sea porque tenemos que admitir que no podemos hacerlo, porque tenemos que hacernos cargo de sacar nuestra vida en adelante, en cualquiera de sus formas, o cómo pensaba Horacio, porque nuestra naturaleza es otra, centrada en el primum vivere. Pero considero sin embargo, ahora, que la felicidad, es por tanto, algo que no se debe perseguir, sólo disfrutar como expresión de la vida. Y esos deseos de vida retirada, no algo que echarnos en cara, con que fustigarnos, sino la expresión de la aceptación de una renuncia.

Pensé también al llegar a casa y coger el libro de las Odas para releer el poema, en por qué no leemos más a los clásicos en vez de pensar tanto en nuestros problemas recurrentes. No leerlos me pareció entonces perder la vida. Así, sin paliativos. No leer a los clásicos es la mayor pérdida para con nuestra propia vida, sentí. Abrí el libro pero no  terminé de leerlo Me quedé, sin embargo recordando la Sonata de Schubert y el atardecer, y deje esa vida de virtud y clásicos para después. Fui feliz dejando la felicidad para un momento más propicio.




sábado, 4 de agosto de 2012

Lo que nos hemos dejado robar: la delicadeza de Annie Fischer




No hace muchos días, sentados en la terraza, mientras se ponía el sol y bebíamos bebidas isotónicas porque agosto castigaba y no había otra cosa fría en la nevera de casa, Iván me recordó la cantidad de cosas que la izquierda se ha dejado robar por la derecha. En una conversación breve pero concentrada, que naturalmente había comenzado a cuenta de la actual situación de crisis y de recortes, Iván me recordaba cómo nos han robado la idea de patria, de democracia y de otro montón de valores necesarios para fundamentar una idea pragmática de la política. Iván me recordaba a Lenin y su desbordamiento ante la realidad, teniendo que dejar lo teórico siempre para después. Iván lo explicó todo mejor de lo que hoy puedo recordarlo. Pero, aunque estoy de acuerdo con todo lo que propuso, y desde luego el saqueo en lo económico de estos apandadores que tenemos por dirigentes es abrumador, esta mañana aquella conversación aún me ronda y creo que el robo viene, para muchos de nosotros, no sólo desde lo político y lo financiero, y no ha empezado con la prima de riesgo, sino mucho antes. El robo viene desde la masa y desde las élites (que curiosamente siempre se han llevado más o menos bien, o al menos coincidido en muchos valores), y no tanto, que también, desde la derecha para con la izquierda.

Yo hoy me pregunto, mientras repaso sus palabras, y es en serio mi pregunta, si no nos habremos dejado robar también la delicadeza, como un valor necesario para la vida. Es cierto que, como escribió Rimbaud, se puede perder la vida por su exceso. Pero en este caso, éste atraco que viene desde las élites y nos ha arrumbado a ser todos un poco masa, nos está haciendo perderla por su falta. Y cada vez que quiere uno disfrutar  de algo que requiere recogimiento y verdadera atención, como es el caso de la música clásica, se ve obligado a justificarse de no haberse convertido en élite, por no ser él mismo masa.  Como si no hubiera espacio entre una cosa y la otra. El ser es existencia y no esencia, dijo Iván. No lo sé, pero nos han robado tambien la posibilidad de discutir estas cosas, de debates intelectuales (no por el mero hecho de la exhibición dialéctica), que nos ayuden a formar un relato de nuestra experiencia de vivir. Siempre hay que justificarse frente a los ataques de quienes consideran esto una pedantería. Siempre hay que reivindicar, repito, que no se ha convertido uno en un élite. Es cierto que Iván y yo pudimos mantener una conversación que alguien podría calificar de elevada y pedante, pero fue sólo una conversación entre amigos, que a mí, y creo que a él también, al menos, me sirvió.

Pero hoy no quiero hablar de eso, sólo reivindicar la admiración por esta mujer que os presento ahora, Annie Fischer, una pianista que al verla y escucharla, me hace pensar en lo que hoy en día nos falta en lo cotidiano. Nos ha sido hurtado, como la educación y las formas, y aún no hemos reparado en la cantidad de la pérdida. Saludos a todos y que lo disfrutéis. Salud.