24 de febrero de 1889
"Querría, a los veintitrés años, a la edad en que se desencadena la pasión, domarla mediante un trabajo furioso y embriagador. Querría mientras los otros se entregan a los bailes, las fiestas y el fácil desenfreno, encontrar una fiera voluptuosidad en vivir una vida monástica, solo, absolutamente solo, o rodeado de algunos cartujos blancos, de algunos ascetas, retirado en una agreste cartuja, en plena montaña, en un país sublime y severo.
Querría habitar una celda desnuda, acostarme sobre una tabla con una almohada de crin, al lado de un reclinatorio de madera, simple, enorme, con una Biblia infolio siempre abierta sobre el soporte, encima de un velón de aceite siempre ardiendo, y con el insomnio encontrar éxtasis violentos, furiosamente encorvado sobre un versículo, en la noche envolvente, impresionante; no oiría ningún ruido, sino los grandes clamores de la montaña, las voces lúgubres de los glaciares, o los cánticos de medianoche cantados en una sola nota por los cartujos que velan.
Querría vivir diez horas en una hora y perder la noción del tiempo -a mi lado un cántaro lleno, pan y un arenque-, comer cuando tuviera hambre, dormir a cualquier hora, cuando hubiera acabado mi tarea.
Querría llevar el capuchón blanco y las sandalias, el gran manto blanco negro de franela, y el ceñidor de seda negra; en mi celda una inmensa mesa de roble y encima, libros abiertos. Un gran atril para trabajar de pie, encima de mi cabeza una hilera de libros, toda mi biblioteca. Leería la Biblia, Platón Spinoza, Kant, Dante, Rabelais, los estoicos; me perdería en las abstracciones sobrehumanas, me elevaría por encima de las heladas cumbres de la metafísica: aprendería griego, italiano. Me entregaría a desenfrenos de ciencia de los que saldría estupefacto y roto como Jacob de su lucha con Dios, pero igual que él saldría vencedor.
Y cuando la carne exasperada se rebelara contra ese tormento en un ardiente sobresalto de deseo, entonces, la disciplina azotaría el cuerpo cómo un látigo y lo derribaría de dolor; o en la montaña correría como un gigante entre las arduas rocas hasta cerca de la nieve, hasta que la carne jadeante, agotada, vencida, gritase pidiendo clemencia, o quizá sobre la nieve profunda revolcarse como una fiera furiosa y encontrar en ese contacto helado no se qué escalofrío extraordinario".
Andre Gide (1869-1951), Journal